Año nuevo, paja vieja

De todas las celebraciones bobas que existen, la única que para mí sigue siendo un asunto serio es año nuevo. Pasaron muchos años y yo siempre me mantuve leal a mis supersticiones, con una constancia que francamente me reservo para pocas cosas. Lo básico (según yo) eran zapatos nuevos para augurar buenos pasos, colores vivos para las energías, las uvas para los deseos, la casa impecable y lista para recibir cosas buenas, las cuentas pagas para no arrastrar deudas, efectivo en los bolsillos, 0 ropa interior (nunca pude decidirme por un color), pasaporte bajo el brazo... en fin, hacer mi parte: ese esfuerzo para motivar al universo a encargarse de todo lo demás.

2016 fue distinto. Supongo que después de un año de tanto contraste y tanta roncha, entendí que tenía una concepción bastante estrecha de muchas cosas y empecé a demoler ideas para construirme otras nuevas. 

A pesar de la intensa crisis que tiene completamente cagado a nuestro país, me sentí 1000% incómoda con comentarios como "nos robaron la navidad" "no habrá estreno el 31" y cosas que puedo entender que "duelen" porque antes eran posibles y ahora no pero, francamente, no creo que sean urgentes, importantes y menos aún, esenciales, pero como siempre, las costumbres y las tradiciones están ahí para pesar tanto en la vida del humano como para volverlo ciego ante lo evidente; esto no es una invitación al conformismo ni un manifiesto hippie pero, si ponemos en una balanza a la familia que se siente miserable porque está separada vs. un "estreno" (que a la legal son simples trapos) o la típica cena, no logro comprender la infelicidad del segundo grupo.

En ese sentido, el 31 me olvidé de salir a última hora a buscar un par de zapatos, de pensar en el color vibrante ideal, de los deseos, las uvas y la pantaleta y sólo me relajé, disfruté el momento y especialmente de la compañía de los míos, que entiendo que en estos tiempos en un privilegio insustituible.

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