(Des)nublarse

Enero fue un mes, digamos "chimbo", por ser generosa. Entre que pasé más de la mitad del mes en ese letargo febril de no saber si duermes o vives (tuve dengue hemorrágico, y no quiero caer en detalles, pero fueron días de intensa incomodidad macabra en el cuerpo como no recuerdo haberlos vivido antes), mi re-inserción en la rutina, la adaptación a rollos cotidianos a los que había decidido darles vacaciones también, la frustración de problemas viejos apareciendo como plastas en la puerta de la casa, el caos de vivir como Venezolana, que es un año nuevo y mis ganas de todo se ven frenadas por el reposo impuesto, que esto y lo otro... en fin, no quiero que este sea un post pesimista, así que yendo al grano: mi cabeza albergó estruendosos gritos por tanto tiempo, que me desesperé.

En mí, la desesperación ocurre como una explosión que después sólo deja ruinas. Lloré por horas hasta que me cansé, tal vez solté un par de groserías maracuchas para destilar mi veneno y después sólo quedé exhausta, con el cuerpo incapaz de albergar cualquier tipo de emoción.

Puede ser culpa de lo bajas que quedaron mis defensas (o viceversa), pero me invadió un desánimo "noista" especializado en despreciar todas las cosas que usualmente me animan. ¿Leer? no. ¿Escuchar música? no. ¿Comer? no. Odio el sentimiendo de vacío inmenso que me nubla a veces, impidiéndome encontrar consuelo en las cosas que usualmente me distraen, pero ya lo he vivido antes y entiendo que es la señal del cuerpo, la mente, la vida, el universo (no sé) que grita "ya no me basta, dame otra cosa". 

Cada situación que se presenta es nueva, así como nuevos somos nosotros cada día. Lo necesario es tener el alma lo suficientemente abierta para encontrar un detalle que puedas hacer tuyo incluso en la situación más repetitiva, un amable recordatorio de la magia que nos rodea y que sólo los privilegiados que afinan el poder de apagar el exterior pueden degustar.

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